«Quería estudiar trabajo social para ayudar a la gente de mi comunidad», confiesa Perfect, una joven refugiada que vive en Malaui. Sin embargo, para alcanzar su sueño tuvo que trabajar más duro que la mayoría.
Como refugiada y como mujer joven, acceder a las oportunidades educativas es extremadamente difícil. A escala mundial, en 2021 solo el 68% y el 37% de los niños refugiados estaban matriculados en primaria y secundaria respectivamente, y el número de niñas escolarizadas era inferior al de niños. En el nivel postsecundario, las cifras se redujeron aún más, y solo el 6% de los refugiados tuvo acceso a la universidad.
Dentro de ese dolorosamente pequeño 6%, está Perfect, junto con Francine y Marie: tres mujeres jóvenes que llegaron al campo de refugiados de Dzaleka, Malaui, tras huir del conflicto, la violencia y la persecución.
En 2019, tenían algo en común: todas participaron en el proyecto Naweza del JRS, en colaboración con la Fundación Fidel Götz, que busca empoderar a las niñas refugiadas y mejorar la calidad de su educación, seguridad y bienestar.
Como parte del proyecto, las tres recibieron becas para cursar una licenciatura en la Universidad Católica de Malaui en Chirazuru. La experiencia les aportó esperanza en una época casi desesperada. Perfect, que acaba de terminar sus estudios para convertirse en trabajadora social, recuerda: «Cuando supe [de la beca], después de que pasaran dos años desde que terminé el instituto, pensé: “mi futuro ha vuelto”. [Antes] no tenía esperanzas; en un momento pensé: “está bien, el siguiente paso es casarme”, así que fue como si mi futuro hubiera vuelto».
Desgraciadamente, el esfuerzo, la inteligencia y la voluntad de una niña para continuar su educación son a menudo insuficientes, especialmente para las desplazadas por la fuerza. Como reflexiona Marie —que está esperando el resultado de su examen final para convertirse en trabajadora social—: «Hay tantas chicas ahí fuera que quieren seguir estudiando. No tienen la oportunidad de volver a la escuela por cuestiones económicas, por necesidades básicas».
Efectivamente, es necesario ofrecer más oportunidades de este tipo a todos los refugiados, especialmente a las niñas, dadas las barreras culturales y económicas que deben superar. Sin embargo, el acompañamiento durante el trayecto educativo es tan necesario como el empujón inicial a través de una beca. Francine comparte: «Empecé mi primer año haciendo administración de empresas. Entré en el segundo y se me hizo muy duro. Me dije: “No creo que pueda hacer esto. No creo que pueda hacerlo”. Pero el JRS seguía diciéndome que podía. Siguieron animándome y apoyándome con los recursos que necesitaba hasta que terminé».
Naweza significa «yo puedo» en suajili: cada día el JRS camina con estas jóvenes, recordándoles esa verdad. Los logros educativos de las chicas significan esperanza y éxito para ellas y sus comunidades. Un tema común en los testimonios de Perfect, Marie y Francine es que quieren devolver algo, especialmente a otras chicas.
Como explica Perfect, se sienten responsables de acompañar a las niñas de su comunidad, ayudándolas a «descubrir lo que quieren para sí mismas, lo que quieren ser». Quieren compartir su experiencia «para ayudarlas a entender la importancia de la educación y otras cosas que te hacen superar las dificultades». En última instancia, quieren compartir lo que ellas mismas han aprendido: cuando se les apoya y se les guía, todas y cada una de las chicas pueden, de hecho, curarse, aprender y determinar su propio futuro.
Para lograrlo, en 2019 ACRNUR se comprometió a aumentar el acceso de los refugiados a la educación superior al 15% para 2030. Alcanzar este objetivo significaría que muchas más mujeres y hombres jóvenes llegarán a cultivar todo su potencial y devolverlo a sus comunidades, a los países de acogida y al mundo.
En palabras de Perfect a las niñas refugiadas de ahí fuera: «Sigue adelante, sigue luchando, sigue motivada, sigue comprometida. Defiéndete».